miércoles, 13 de febrero de 2013

CAPITULO III. Tribulaciones III-10

       Multitud de salpicaduras de sangre impactaron contra el cuerpo de Damian. Delante de él vio desplomarse el cuerpo sin vida del que iba a ser su verdugo. Sin apenas analizar lo sucedido y con más pánico que tesón, se irguió sobre sus dos pies. Múltiples detonaciones sacudieron el silencio matutino. Ráfagas de fuego y bocanadas de humo, surgían de entre unos árboles cercanos, con fuego y humo respondían los cañones de las armas de los sicarios de Adam. Estos intentando burlar las balas se habían echado al suelo. Tendidos, reptaban, para alcanzar parapetos naturales. Damian viéndose vivo e ileso, salió corriendo y zigzageando punteo la distancia que le separaba de la entrada al refugio que le había cobijado durante la noche. El estruendo del tiroteo se debilitaba, a medida que se adentraba en el interior de la montaña. Por fin el ruido cesó o más bien se confundió en el diálogo del agua y la roca. En cuclillas unas veces, arrastrándose otras y siempre encorvando la espalda, pronto, Damian avanzó hasta el fin de aquella galería.

         Ahora, ante él se abría una enorme gruta excavada por el agua, la superficie acuosa de algo similar a un lago subterráneo, captaba la diáfana luz que penetraba a través de pequeñas oquedades en la cúpula de la gruta. El juego de luces y sombras desfiguraba las formas con el único objetivo de ocultar la realidad, tras la máscara de la ilusión. La penumbra imposibilitaba la interpretación objetiva de las distancias o las dimensiones, todo parecía ser un mundo irreal sumido en el letargo de una noche eterna. Aquí y allá la maestría del agua había dejado su impronta; columnas de estalagmitas se unían a otras de estalagmitas fundiéndose así en un beso eterno. Allá, el capricho y el azar habían cincelado estatuas de animales con enormes colmillos y garras. Más allá, hombres bestiales, similares a colosos sobre su sitial, vigilaban los secretos de la gruta. En sus rostros de roca, el agua había plasmado gestos simiescos, severos o iracundos, dando así vida al imposible.

      De repente, un ruido procedente del exterior, hizo que Damian se adentrara en aquel submundo de agua y sombras irreales. Pronto sus pies estaban sumergidos en el agua, ando dos pasos, el frío abrazo del líquido elemento, ceñía ya su cintura. Entonces Damian se zambullo y empezó a nadar guiándose solo por los círculos de luz que se reflejaban en la superficie acuosa. No había llegado al centro del lago subterráneo cuando sus miembros entumecidos, empezaron a pesarle como el plomo. La brazadas lentas y pesadas, acabaron por ser imprecisas. De repente dejó de avanzar, se veía arrastrado al fondo de aquel piélago subterráneo. La angustia, el miedo, la ansiedad le inyectaron fuerzas renovadas, empezó a bracear y patalear con más violencia, pero solo consiguió ganar unos metros. La orilla desdibujada por la pobre luz que iluminaba la gruta todavía estaba lejos. Intentó dejarse llevar por la corriente, dejó de nadar. Como tronco arrastrado por  el agua, avanzó unos metros hasta la orilla, pero su cuerpo dejó de responder. Como un bloque de piedra se hundió, a veces en un vano esfuerzo su cabeza emergía del fondo, tomaba unos átomos de oxígeno y esta volvía a hundirse. Pero pronto la hipotermia y el agotamiento le convirtieron en un fardo de carne que a expensas de la corriente acabo enredándose en una roca cercana a la orilla.

    Una vez allí se agarró a la roca, desde ella, se impulsó hasta la orilla haciendo un último y sobrehumano esfuerzo. Alcanzó la orilla ya sin fuerzas para respirar, tendido sobre el lecho rocoso, con los pies aún en el agua, contempló unos segundos la cúpula rocosa. Delirante vio como aquella se convertía en un humeante caldero y como níveas formas, bípedas, le levantaban en peso y le guiaban hasta el agua hirviente. Entonces cerró los ojos.

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