viernes, 11 de mayo de 2012

CAPITULO II.- Estamos en guerra 9-II

     Cuando la pérdida de sentido sumió a Damian en un profundo sueño, éste se vio columpiado a un onírico mundo; en él la realidad adquiría otra identidad. Lo macroscópico se fundía en lo microscópico y en esta fusión, cualquier improbable suceso, sucedía. Un cuerpo podía estar en dos lugares a la vez, la luz no limitaba la velocidad del movimiento y todo podía ser transportado a los límites del universo, sin que esto variara la forma o la composición del todo. El absurdo se daba allí como conclusión plausible, imposible de refutar y lo que podría ser un mundo al revés adquiría una absoluta e incuestionable normalidad. Aquel mundo no era muy distinto al mundo que observamos, había árboles, tierra, agua; pero nada estaba en su lugar. Damian volaba sobre tierra, navegaba sobre el cielo y andaba sobre el mar. Unas veces andaba cabeza abajo, con los pies sobre tierra y otras veces andaba normalmente, pero con los pies en el cielo. Unas veces parecía un gigante, otras era como un garbanzo. Se podía ver convertido en un enorme globo o en un fino palillo. Unas veces era un modelo cubista, otras una simple y mal trazada mancha de pintura, pero siempre era un desorden ambulante. Su nariz, en la oreja, ésta en la boca y esta última en el pie. Tenía todos los rasgos de un ser humano, pero éstos, como si se trataran de piezas de un mecano, se acoplaban a él con la misma facilidad con la que se desacoplaban. En este mundo desestructurado, una luz blanca y resplandeciente intentaba ordenar el caos, aunque el orden resultante siempre solía ser caótico. Entonces Damian oyó algo similar a un coro de niños. Las voces blancas, resonaban en aquel mundo imposible como un único instrumento, bien afinado. Aquella armonía fascinadora embelesaba a Damian que hecho alma pura o pura esencia, ascendía con la facilidad de una pluma, flotando como ave sin cuerpo o huesos. Cuando más se elevaba, más se acercaba a la luz blanca, al contacto con ella su forma esencial se iba convirtiendo poco a poco, también en luz y cuando más luz era, más en paz se sentía consigo mismo y con lo que a su alrededor estaba. Pronto Damian se vio arrastrado al centro de gravedad de aquel vórtice lumínico y todo desapareció. Nuestro amigo pronto se vio suspendido en un cielo negro y oscuro. Bajo él, el planeta azul se mostraba desolado, semejante a un erial, sin vida. Sobre las aguas, cadáveres de peces flotaban, boca arriba. Las ciudades devastadas, eran esqueletos desnudos de vida. Los pocos árboles que no se habían visto reducidos a cenizas, eran teas encendidas que iluminaban la oscuridad reinante. Los ríos se habían evaporado y sobre sus lechos, convertidos ahora en ciénagas, se recostaban kilos y kilos de ceniza amontonada. Los cielos lloraban fuego humeante que perforaba nacarados cráneos. Restos de aves y mamíferos no consumidos aún por el fuego, se pudrían en las tinieblas y el hedor llegaba a las capas más altas de la atmósfera. En otros lugares el cielo no lloraba, vomitaba y era aquel vómito como negra hiel, que horadaba la tierra, creando así pútridos meandros, que morían en lagos viscosos, que regurjitaban burbujas grandes y transparentes, que se elevaban unos centímetros para luego, volver a estrellarse en el fluido que las había creado. No lejos, en el próximo oriente un humo negro en el que se disolvían los átomos de luz, era emitido por fogatas, eternamente alimentadas por combustibles fósiles. El humo ascendía hasta nubes negras que carecían de matices, de blandura, de agua. Eran nubes de polvo oscuro suspendido, que incapaz de precipitarse, flotaba hasta mezclarse con otras nubes de polvo, para luego convertirse en un gran cumulo nimbo, que cubría todo el ecuador del planeta.

     De repente, Damian sintió que su cuerpo dejaba de ser una ligera forma luminiscente y vaporosa, sus miembros empezaron a pesarle y su cuerpo de hombre vino a estrellarse sobre un lecho de ceniza. El impacto paralizó a Damian. Él sentía sus piernas, sus brazos, pero no podía moverlas o moverlos. Algo lo arrastraba hacía abajo, algo le arrojaba tierra y ceniza desde arriba. Damian estaba siendo enterrado, pero aún vivía. Intentaba gritar, pero no podía hacer que sus gritos se oyeran. Cuando abría la boca una mezcla de tierra y ceniza se colaba en ella, Damian intentaba escupir aquella mezcla, pero cuando más lo intentaba, más tierra tragaba. Se estaba ahogando y no podía mover la cabeza, sus ojos, puestos en el cielo veían como la tierra caía desde arriba, su cuerpo sentía la presión de la tierra mientras ésta, poco a poco cubría las piernas, el tronco, la cabeza. La ansiedad le impulsaba a cavar, a abrirse paso a través de la arena, a través de la ceniza, a través de los dos metros de mezcla que ahora lo enterraban. No podía y en su desconsuelo todo sabía a muerte, a arenisca, a arcilla, a sílice y su consuelo era amargo y ácido. No había luz, solo había soledad y oscuridad pesada e insondable. Solo un túnel cavado por manos muertas. Un túnel a cuya entrada llegaba lacerada y vacilante la luz de un millón de estrella muertas hace años, cuando el hombre no  era más que un rumor difundido por el tiempo. Después del túnel solo había una losa y sobre ella estaba esculpido este epitafio:
                           
                              " Aquí yacen los restos de la especie humana.
                                 Especie que por buscar la inmortalidad,
                                 solo vivió un segundo en la Tierra".

     Entonces Damian volvió a ver la luz, ya no había tierra, ceniza, oscuridad. Ya no había muerte, frío, soledad y todo empezó a tener forma, volumen, superficie, color. Y todo tenía millones de colores, olores, formas y el todo era la celda en la que había sido encerrado, el ventanuco por donde se filtraba la luz del día, su compañero de celda y la comisaria donde multitud de agentes trabajaban, hablaban y reían. Entonces Damian descubrió que todo había sido un sueño, culminado en pesadilla.
                                  
                   

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